Mi abuelita y las notas de voz
I.
Mi abuelita Carmen tenía una voz rasposa, pero dulce. De su boca podían salir desde las peores peladeces, al amor duro que sólo una mujer cuya diversión adolescente era montar a caballo y fumar cigarros sin filtro en la campiña del sur de Jalisco por allá de los años 30 del siglo pasado.
Cuando murió el 20 de noviembre de 2012, rodeada de toda su familia en Acapulco, ya llevaba un par de días en coma, respirando agitadamente, apresuradamente; haciéndole honor a su muy particular forma de decirle a la muerte: “sí sí, ya llévame a la chingada”. Mi amiga Liz, quien años antes había perdido a su abuela, me aconsejó decirle palabras bonitas al oído. Hice eso cuando llegué de Guadalajara y la vi acostada en su cama donde dormí muchas veces a su lado cuando era niño. Carmen sólo me apretó un dedo. Horas después abrió los ojos como si alguien le jalara los párpados en todas las direcciones, inhaló violentamente y se fue.
Nos quedaron sus fotos, sus retratos, sus monos de peluche, sus monitos de porcelana que no guardaban ninguna relación entre sí. Pero sentí que algo faltaba. Años después me di cuenta: nunca grabé su voz.
Ni en secreto ni activamente. Y eso que hubo infinidad de oportunidades para hacerlo. Solía dejar reclamos de voz en la contestadora que después mi hermana Alma y yo reproducíamos muertos de risa. A pesar de que yo ya llevaba un tiempo trabajando de tiempo completo en una estación de radio, de dedicarme a almacenar el aliento y las historias de la gente, jamás me pasó por la cabeza la urgencia de grabar la voz de mi propia abuela.
II.
Whatsapp lanzó su servicio de notas de voz en agosto de 2013, 9 meses después de la muerte de mi abuela. De haber salido eso antes, probablemente tendríamos todo un acervo -en baja calidad de audio- de mi abuelísima en su estado más puro. Alma seguramente le haría preguntas incómodas para ver su reacción mientras la grababa y probablemente su carcajada se escucharía en primer plano mientras mi abuela la maldecía.
Pero lo cierto es que nadie de la familia consideraba necesario que mi abuela tuviera un celular. Conforme envejecía ya era prudente acompañarla todo el tiempo. Y para llegar a ella había que hacer plática mundana con una tía, o una prima o mi mamá, para que finalmente me la pusieran al teléfono.
III.
Pienso en todo eso cada que surge un meme, o un post en Facebook, o un tweet, sobre alguien quejándose de que, lean esto bien, sus seres queridos les mandan notas de voz “larguísimas” (tres minutos). Esas quejas suelen provenir de gente que dice “ya me hartó esa pinche serie, le di chance viendo los 16 capítulos de 42 minutos de la primera temporada”. Una amiga, por ejemplo, me reprendía cuando le mandaba notas de voz: “qué pedo Micro, ¿por qué me mandas notas de voz? eso es muy de banda que tiene Nextel”.
Lo único que recuerdo es haber abrazado inmediatamente esa característica del “Guats”. No recuerdo la primera nota de voz que mandé ni a quién. Seguramente empezó con un “eh we qué pedo…”, o con un “te quiero mucho” a alguien que quiero mucho. Mi estado en Whatsapp dice “Puntos extra si me mandas nota de voz”. Y probablemente ese vaya a ser mi epitafio (me imagino, desde el más allá, reproduciendo las notas de voz de todos mis seres queridos desde el más acá).
Me gusta eso del “Puntos extra si me mandas nota de voz” porque es el mejor rompehielos que he usado para relacionarme con las personas de manera digital y “en vivo”, tanto en el corto como en el largo plazo. Es la forma en que le digo a propios y extraños que quiero escucharles. Que el puente está ahí, que sólo hay que cruzarlo con algunas palabras. Y la gente lo ha cruzado todos estos años: la extraña de Mérida de aquel bar y de aquel intercambio de números que luego me envió un saludo en video, el colega periodista que me propuso una historia, las amigas y amigos que se emocionan con algo que me quieren compartir y que poco antes de enviar, me dicen… “híjole, ya me extendí, ahí te va un podcast”. Nada como preguntarle “¿cómo te fue?” a tu amigo, y que te aparezca en su ventanita “grabando audio…”.
Porque el parecido con el podcast es evidente. Contrario a lo que los detractores de las notas de voz piensan, los que ya tenemos un compromiso con las notas de voz, sabemos que esos archivos de duración variable son sobrecitos de papel digital que abriremos con gusto horas después para escuchar con todo el gusto e interés posible. Si urge, encontraremos un hueco en nuestra agenda o alguna excusa perfecta para escuchar. Si no urge, encontraremos un hueco en nuestra agenda o alguna excusa perfecta para escuchar.
Las notas de voz son, como dice mi amiga Vivian, “lo más cercano que tenemos a una relación epistolar”. Probablemente quede gente en el mundo que se escribe párrafos enteros por correo o por mensaje directo, pero la pureza de una nota de voz es lo que más nos atrae a quienes las vemos por lo que son: nuestros interminables intentos de sentirnos cerca. De ser cómplices. De contarnos cosas al oído.
IV.
“Me haces falta”. Me dijo mi abuelísima, serena, desde el asiento trasero del coche cuando mi mamá fue a dejarme algo a mi departamento. Apenas llevaba un año viviendo solo, y cada vez menos coincidiendo con mi familia. No le di importancia a sus palabras, pensé que era sólo un comentario de viejita intensa. Tampoco recuerdo qué le respondí. Y un año después, ella nos hacía falta.
Pero contrario a lo que puedan creer, yo ya había quedado tranquilo con respecto a lo que había vivido con mi abuelita. Años antes de que muriera, le propuse llevarla a su natal Tamazula. Yo sentía una enorme curiosidad de conocer el rancho “El Taray”, donde ella creció. No encontramos el lugar que probablemente cambió de dueños, de nombre y de fachada al caer de las décadas. Pero de todos modos pasamos la tarde en Tamazula y comimos en un restaurant en frente de la catedral. También le tomé fotos que guardo por ahí. En una de ellas se le nota el renqueo al caminar.
V.
Escribo todo esto envidiando a quienes todavía tienen a sus abuelitas de este lado de la tierra. Envidiando aún más a quienes no hicieron desidia en pedirles unos minutos para grabarlas, en preguntarles cómo están, en registrar para siempre esas voces que les cuidaron y consintieron, incluso cuando sus papás sentían que no lo merecían.
Pero si me quito el sombrero de productor de audio y me pongo el sombrero de nieto, quizás fue un acierto no tener grabada la voz de mi abuelita. Porque sin ningún otro soporte visual o auditivo, me voy hacia adentro de mis recuerdos para conjurarla, para que mis neuronas hagan sinapsis al escuchar sus expresiones tan de ella: “no le dio los centavos”, “tráete una coquita”, “ay, eso no se echa a perder”; y que su voz se vuelva el olor a desodorante Maja y el sabor a las albóndigas que le encantaba cocinarme y el color verde oliva de sus faldas que mi mamá le rogaba que reemplazara de una buena vez.
Pero en lo que sí coinciden el productor de audio y el nieto es en que, si todo esto me ha hecho deslizar unas lagrimitas de felicidad, no nos podemos imaginar lo que pasaría si a esa voz se le pudiera dar reproducir y repetir, reproducir y repetir, reproducir y repetir…